El mago

Y es que parecía copiado del libro que leía, en realidad el mago no sabía cuánto ella lo admiraba. Como cada viernes después de su merienda tradicional, la pareja se iba a dar un paseo para disfrutar del atardecer. Era una rutina nada aburrida, pues cada atardecer era diferente, ellos continuaban siendo los mismos (aunque no es del todo correcta esta aseveración) y la naturaleza les ofrecía ese espectáculo día tras día. Unos días ella recogía ramitas y hojas secas, en otros se tumbaban sobre el pasto seco a sonreírse mutuamente, algunas veces se dedicaban a mojarse bajo la lluvia y en raras ocasiones discutían en el trayecto.

Todo era normal, ella podía molestarse, pero el mago comprendía su enojo, el cual tranquilizaba cuando le correspondía (léase entonces cuando él sabía que lo había provocado conscientemente). El mago podía molestarse, pero enseguida se daba cuenta si su malestar era provocado por ella, o si había sido él mismo quien se impedía ser feliz. No es que no discutieran como puede verse, sino que mejor dicho, se enojaban sin dejarse de querer el uno a la otra.

Sus días transcurrían, ella leyendo sus historias, y el mago haciendo un sinfín de cosas cotidianas. Cada noche, el mago moría al conciliar el sueño, para renacer en los brazos de ella. Su mañana era dedicada por completo a verlo crecer, crecer hasta ser el que ella recordaba cuando el reloj tenía ambas manecillas apuntando al sur, y ya con su memoria repuesta, se dedicaban ambos a cocinar la cena, a preparar sus ropas para el paseo vespertino, a cenar a la luz de una vela (que el mago tenía la delicadeza de encender). Al acostarse, a ella no le quedaba más que despedirse del mago y dejarlo perecer.

...aun tiempo después, a pesar de haber perdido la vista, ella seguía disfrutando del sol ponente a través de sus ojos ¡el mago en realidad lo era!

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